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Viajes y Turismo

Transiberiano, la gran aventura sobre rieles

Crónica a bordo del mítico tren ruso, desde Moscú hasta Beijing, cruzando Siberia y Mongolia.

28/04/2017

Será que el verano es corto y las noches cálidas, como esta de principios de agosto. No son muchas a lo largo del año. Pero lo cierto es que las noches de verano en Moscú son un placer. Todo el mundo parece de ánimo para salir, caminar, disfrutar, beber, divertirse.

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Por eso esta recorrida por la capital de Rusia es un encanto. El hotel Ucrania, uno de los siete edificios “mellizos” construidos por Stalin en la década de 1950, el Monasterio de las Doncellas, el imponente Parque de la Victoria, en el que decenas de chicos juegan al fútbol o andan en skate aunque sean más de las 10 de la noche.

Y, sobre todo, la Plaza Manezhnaya, donde un gran reloj marcas los días, horas y minutos que faltan para el Mundial Rusia 2018. Y pasando las puertas Voskresenky, la inigualable Plaza Roja, esa enorme explanada de adoquines históricos por los que desfiló buena parte de la historia del siglo XX, y en los que ahora cientos de personas caminan, se sientan, se sacan fotos y más fotos, con las murallas de Kremlin, el mausoleo de Lenin o la basílica de San Basilio. Sí, las noches de verano en Moscú son un placer.

El largo recorrido del Transmongoliano.

Pero la ciudad –visita al kremlin incluida– esta vez no es más que una breve introducción a nuestro verdadero viaje, uno de esos que suelen calificarse como “de una vez en la vida”, aunque una vez terminado más de uno prometa volver. Venimos para subirnos a un viaje mítico, de los que se sueñan por años: el Transiberiano, la línea férrea más larga del mundo, y también la más famosa.

Variedad de paisajes en más de nueve mil kilómetros.

Un viaje que arranca en Moscú y, en su trazado original, termina en Vladivostok, a orillas del océano Pacífico, 9.288 kilómetros más allá de haber comenzado y luego de atravesar ciudades, pueblos, montañas, ríos legendarios, bosques, taigas, estepas de cosacos y mongoles, en dos continentes.

Aunque en este viaje no iremos a Vladivostok sino que tomaremos una variante: el Transmongoliano, que luego de pasar el lago Baikal, gira hacia el sur para cruzar Mongolia y llegar a Beijing, capital de China.

El Transiberiano, en realidad, es mucho más que un ferrocarril: es una especie de columna vertebral que hizo posible que esa enormidad llamada Rusia sea un solo país. Y es, también, una suerte de esencia, de lanza que penetra en la carne de la Rusia profunda, tan zarista como soviética. Un viaje sin destino, porque el destino es el viaje mismo.

Km 0. Moscú

La estación Yaroslavsky, el "KM 0" de Moscú (Getty Images).

“Vladivostok, 13.20”, anuncia el cartel en el andén 1 de la estación Yaroslavsky. A pocos metros, el primer vagón. Faltan menos de 15 minutos pero nadie quiere subir. Vamos y venimos por el andén mirando, sacando fotos, como si buscáramos que la realidad nos entre por la piel: sí, finalmente estamos aquí, a punto de abordar ese mítico tren. “Vamos, que estamos por salir”, anuncian entre risas nerviosas Elena y Lina, las responsables del vagón 33.

El tren a punto de partir de la estación Yaroslavksy.

Es que en cada uno de los 5 vagones de pasajeros de este Gran Transiberiano Express (se va desenganchando y enganchando del tren común de pasajeros, en los distintos destinos turísticos del itinerario) hay dos encargados de que no falte nada y siempre dispuestos a convidarnos agua, café o té. Y además hay cocineros, camareros, el jefe y el director del tren con su equipo, mecánicos, maquinistas ... Mucho personal para atender a unos 80 pasajeros, que en este viaje llegamos de ArgentinaEspañaBrasilItaliaRepública DominicanaSerbia.

Mozos en el vagón comedor.

Pero volvamos a Yaroslavsky. Son las 13.16 cuando pongo mi primer pie en el tren, y lo primero que me impacta es ... ¡el calor! Hace 30 grados en Moscú y el tren estuvo varias horas parado bajo el sol. Aunque en cada camarote nos espera un champán bien frío, listo para brindar. A las 13.20 exactas, un chirrido y un leve sacudón anuncian: ¡se mueve! Estamos viajando en el Transiberiano.

Km 30. Afueras de Moscú

Lleva poco acostumbrarse a la vida a bordo. Apenas arrancamos, anuncian: el almuerzo está servido. Ensaladas y pescados de entrada, luego pollo relleno con puré y, de postre, cheesecake. Pensada para comensales de múltiples orígenes, la gastronomía sobre rieles no depara grandes sorpresas, y sí suma toques locales como pepino, repollo y remolacha, tres sabores que nunca deben faltar en una comida rusa.

Sabores internacionales con toques locales.

Un rato de siesta –el bamboleo invita a dormir– y de vuelta al comedor: a las 16 es la presentación oficial del tren, a cargo de Eugenia, una de nuestras guías coordinadoras, que habla un perfecto español. Nos cuenta que en este primer día vamos “enganchados” al tren N° 2 que hace Moscú–Vladivostok en 8 días, que cada día tendremos por escrito el programa de actividades y que esta noche deberemos adelantar el reloj: de pronto serán dos horas más y, “así que habrá menos tiempo para dormir”, advierte.

La mesa lista para el desayuno a bordo.

Después, nuestra guía coordinadora, Liudmila Kosareva (Mila), que es de San Petersburgo y hace el viaje por primera vez, da una clase básica de ruso, para aprender el alfabeto (el cirílico, con letras bien diferentes a las nuestras) y algunas expresiones básicas: da (sí), niet (no), priviet (hola), spasibo (gracias), y así. De paso, nos vamos conociendo entre los pasajeros. Están, por ejemplo, Armando y Alejandra, que son de Bariloche y viajan con su hijo Eugenio, de veintitantos, y Alejandro, amigo de la familia y futuro compañero en noches de truco.

Vestimenta tradicional del staff del tren.

O José Alonso, un asturiano que conoce el mundo como pocos y es capaz de contar de memoria cómo son los aeropuertos más remotos o las aerolíneas más ignotas, y a lo largo del viaje sacará ... no sé, ¿miles?, ¿millones? de fotos, de cada rostro, de cada detalle. O Antonia y Américo, una pareja de dominicanos que son amables y dulces como la caña de azúcar.

Camarote de alta gama.

La estructura de las jornadas de tren es similar: desayuno, almuerzo y cena son los puntos de referencia; en los intermedios, alguna clase o tiempo libre para charlar, caminar los vagones o la actividad preferida: mirar, tratar de fijar en las retinas el paisaje siberiano, la taiga con bosques de abedules y alerces, la fuerza de los ríos, las casas de madera con invernaderos y cultivos, los cientos de trenes que van, vienen o duermen en alguna playa de maniobras.

Otro rato de relax y la cena, mientras hacemos la primera parada: 15 minutos en Nizhny Novgorod. Después, Sergei nos sirve unos vodkas y nos quedamos estudiando grandes mapas de Rusia en el vagón comedor de Primera Clase, mientras la pianista Liudmila Petrakova interpreta unos clásicos.

Vías legendarias.

Nos sentimos como en un crucero de lujo, sólo que por las ventanillas no se ve el mar sino bosques y más bosques. Estamos entrando en la taiga o bosque boreal que caracteriza a Siberia, este inmenso territorio de 13,1 millones de km2, equivalente a casi cinco veces la superficie de la Argentina. Adelantamos el reloj y las 22.40 se hacen las 0.40 del día siguiente. Hora de dormir, en algún punto de la llanura entre Kazán y Ekaterimburgo.

Km 1.816. Ekaterimburgo

No podría saltear el primer desayuno, uno de los grandes momentos del viaje: mesas decoradas con flores, frutas, jugos, café y el infaltable chai (té), que los rusos toman casi tanto como los chinos. Un gran momento en el que llegué a amar el dobri dien (“buen día”) con el que la simpatiquísima camarera Nina me saludaba cada día.

En Ekaterimburgo, la iglesia Sobre la Sangre, en el lugar donde mataron al último zar de Rusia, Nicolás II, y su familia.

Lunes, 18 hs: casi 27 horas después de haber partido de Moscú, el tren se detiene en la estación de Ekaterimburgo, al pie de los montes Urales y a poco de haber entrado en Asia. Vamos al hotel –Doubletree by Hilton, los hoteles son todos de primer nivel– y partimos rápido a caminar, con el sol del atardecer tiñendo de amarillo el impresionante palacio municipal, un estilo ecléctico que en la URSS solían llamar “estilo triunfo de Stalin”.

Al otro día nos recibe la guía Daria Arjipova, que resume toda la belleza de la mujer rusa –rubia, alta, ojos claros– y nos guía en una visita que es algo así como un homenaje a los últimos Romanov, porque aquí es donde asesinaron al último zar de Rusia, Nicolás II, junto a toda su familia, en 1918, luego de la revolución bolchevique.

Cambi

Allí donde estaba la casa en la que fueron ejecutados se construyó la monumental Iglesia sobre la sangre, que se convirtió en sitio de peregrinación. Y en la mina abandonada en la que arrojaron los cuerpos se erigió un gran monasterio: Gánina Yama, donde se puede ver el pozo en que se ocultaron entonces los cadáveres, ahora rodeado de cúpulas doradas que resplandecen entre los abedules.

Otra parada inevitable es en el monumento que marca la imaginaria línea que divide Europa y Asia, con las obligatorias fotos: un pie aquí y el otro allá.

Aquí fueron arrojados los cadáveres del último zar y su familia. Hoy es el monasterio Ganina Yama.

A las 19 pita la locomotora y los hierros se desperezan. Partimos de Ekaterimburgo en un caluroso atardecer, y la temperatura asciende aún más al rato: después de cenar es “noche de vodka” en el tren, y salen todos los que uno quiera (o pueda), el “normal”, de pimientos, de miel, de frutos rojos ... El sueño no tarda en llegar, aunque algunos lo resistimos con un desafío al truco. ¡Quiero vale cuatro!

Km 3.335. Novosibirsk

Muchas veces leí sobre los tres grandes ríos de Siberia, pensando cómo sería estar allí. Y lo primero que me impacta de Novosibirsk, la tercera ciudad más grande Rusia es el anchísimo Obi, uno de esos “tres grandes”.

La enorme estación de trenes de Novosibirsk.

Detrás, como línea del horizonte, la arquitectura soviética a pleno: enormes edificios, muchos de ellos de estilo constructivista, famoso en la arquitectura soviética de los 50 y 60. Después, la inmensa estación Novosibirsk Glavny. Inaugurada en 1894, es uno de los principales nudos ferroviarios de Siberia, por donde pasan los productos agrícolas que llegan del sur, y el gas y el petróleo del norte.

Navegando el río Ob.

Este segundo tramo de tren fue más corto: apenas 18 horitas que se pasaron volando. Son poco más de las 3 de la tarde y el sol pega fuerte, así que hay que ponerse sombrero para este primer tour por la ciudad cuando bajamos del bus en el monumento a Alejandro III, el zar que impulsó la construcción del Transiberiano.

Por allí, bajando las escalinatas rumbo al Obi, nos cruzamos con Sergei y Lena, que se acaban de casar y van a sacarse fotos a orillas del río, justo bajo los restos del antiguo puente del Transiberiano (de 1897), que se conservó como memoria luego de la construcción de uno nuevo, a pocos metros, en 2002.

En Novosibirsk, la plaza Lenin y Teatro de Opera y ballet.

Y después vemos a Lenin. Un impresionante Lenin que invita a mirar al futuro con su paltó (sobretodo) agitado por el viento y rodeado por símbolos soviéticos: un obrero, un soldado, una campesina. Es la plaza Lenin, al fondo de la cual está el enorme Teatro de Ópera y Ballet, más grande incluso que el Bolshoi de Moscú.

Novosibirsk tiene también la mayor biblioteca de Siberia, es otro dato que nos da nuestra guía, María, que habla un perfecto español con tonada colombiana, “culpa” de su esposo Jorge, nacido en tierras caribeñas.

Novosibirsk y el ancho río Ob (Getty Images).

En esta ciudad se nota más que en ninguna otra la impronta soviética, aquella visión de “patria grande”, poderosa, potencia mundial. Con casi dos millones de habitantes, es la principal urbe de Siberia, y en una breve navegación por el Obi en un barco turístico, vemos varias de esas grandes fábricas “al viejo estilo”, de las muchas que pueblan la ciudad, polo industrial de la URSS.

El verano en Siberia es corto, “tan corto que no debes perder este día”, dicen aquí. Apenas julio y agosto. En septiembre vuelve el fresco y normalmente en octubre ya nieva y el termómetro desciende a varios grados bajo cero. En diciembre o enero, es normal que esté en -30° o -35°. “Por eso nos gusta salir en verano a caminar o tomar algo en remera, sin patinar en el hielo”, me cuenta Jorge, el marido de María, mientras tomamos unos tragos en Ruby Wine Bar, con una banda que rockea en vivo. Es miércoles, pero la noche es cálida, así que hay que salir.

La iconografía soviética acompaña durante todo el viaje.

Al otro día recorremos los 31 km hasta Akademgorodok, una ciudad científica soviética que comenzó a construirse en 1957 en medio de un bosque. Llegó a alojar a 65.000 científicos con sus familias y, además de los centros de investigación, tiene un genial museo ferroviario, con decenas de locomotoras y vagones –algunos de ellos ilustres–, en un país que, en 1960, transportaba casi la mitad de toda la carga de ferrocarriles del mundo. Y hablando de ferrocarriles, cena rápida en el hotel Alimut y de vuelta a la estación: a las 20.42, puntual como siempre, nuevamente sobre rieles.

Km 4.098. Krasnoyarsk

Un trayecto corto, que apenas llega a las 12 horas. Son las 8 am cuando bajamos al andén de Krasnoyarsk, aunque el reloj de la estación marca las 4. No, no atrasa; sucede que el Transiberiano se maneja siempre con la hora de Moscú. En cualquier lugar de Rusia, todo horario que refiera al tren está en hora moscovita. Es la solución que encontraron para un tren que atraviesa 6 husos horarios en el mismo país.

El grupo folclórico de Krasnoyarsk y clásicos de la música rusa.

Una visita rápida a la ciudad nos muestra primero lo que parece estar en el centro de la escena en toda ciudad rusa: el teatro y la biblioteca. Y una estatua con el símbolo local, un león con una pala en la mano. “Es que nuestro suelo es muy rico en minerales, especialmente cobalto”, explica Lidia Efremova mientras caminamos a las orillas del Yenisei, el río más largo de Rusia –sí, otro de los tres grandes–, que nace al sur, en los montes de la república de Tuvá, y va a parar al océano Glacial Ártico.

Pero lo mejor está en las colinas al otro lado del río, donde el grupo folklórico de Krasnoyarsk nos espera con una selección de clásicos como Katyusha, esa especie de “himno” soviético de tiempos de la Segunda Guerra. Un acordeón, siete mujeres de más de 70 años y una chiquita de 6, Katya, nos invitan a bailar y beber: el vodka viene siempre acompañado de pepinillos. Poco más allá, en la cima de la colina, está la pequeña capilla de Paraskeva Piatnitsa, una torre hexagonal cuya imagen aparece en el billete de 10 rublos, igual que el puente Kommunalniy y la central hidroeléctrica, orgullos de Krasnoysarsk.

El tren pasa por seis husos horarios y paisajes diferentes y deslumbrantes.

Puntual. A las 12.47 partimos y apenas el tren empieza a moverse, el paisaje cambia: más montañas, bosques más tupidos. El sol que nos acompañaba por la llanura ahora aparece y desaparece tras las colinas, y a ambos lados de las vías se suceden pequeños pueblos y casas, todas con su huerta, sus flores y girasoles que colorean el paisaje. Como dijimos, el calor dura poco, y por eso todo el mundo decora con flores y colores. Ríos, arroyos, bosques; la potencia de la naturaleza siberiana se hace sentir más fuerte aquí y obliga a callar, a admirar.

Km 5.185. Irkutsk

“Estamos otra vez en otro lugar”, dice Mila levantando el cartel con el número 2, que identifica a nuestro grupo, y me parece un gran resumen del viaje: todo el tiempo en otro lugar.

Estación de Irkutsk.

Natalia es la única guía de habla rusa –bueno, que no habla español– de todo el recorrido, así que Mila tendrá doble tarea en Irkutsk, hermosa ciudad que nació como parada en el comercio de pieles con los buriatos, y en la que luego se establecieron los cosacos y creció por el comercio con China, exportando pieles de marta cibelina e importando seda y té. No casualmente “té”, en ruso, se dice igual que en chino: chai.

Y luego llegaron los decembristas: artistas, oficiales y aristócratas que participaron en la rebelión contra el zar Nicolás I en diciembre de 1826 y fueron deportados. El famoso “los mandaron a Siberia” es aquí (entre otros lugares de este enorme territorio). Por ellos –algunos llegaron con sus familias– Irkutsk se convirtió en un centro intelectual, social y cultural. Su herencia está, por ejemplo, en esas casas de madera con tallados a mano.

Una de las tradicionales casas de madera que hacen de Irkustk una hermosa ciudad.

Hay tiempo para caminar más de una vez la avenida Lenin, surcada por antiguos tranvías; para sentarse en la plaza Kirov, donde este atardecer hay bandas que tocan en vivo y chicos jugando en la fuente; para tomar algo en un bar del barrio “130”, repleto de cafés y restaurantes –los casi 80 mil estudiantes activan la vida nocturna de la ciudad–; o para visitar el monumento al cosaco fundador, a orillas del río Angara.

El tren y el lago Baikal.

Luego visitamos el mítico lago Baikal y volvemos al tren cuando empieza a caer la tarde, para la parte más pintoresca del recorrido.

Aprovecho para presentarles a Alina, una ucraniana-argentina de 85 años que vino desde Río Colorado junto con su hija Graciela para conocer la tierra en la que, en aquellos años de plomo de la URSS, desterraron a una prima que vivía en Ucrania, y de la que hace años no tiene noticias. Me lo cuenta mientras, desde el pasillo del tren, vemos pasar un barco que deja una interminable estela en lago-espejo que refleja tanto las nubes que logra confundir el cielo con la tierra y esconder la línea del horizonte.

En el km 5.310 el Transiberiano se encuentra con el Baikal, un lago sagrado para los rusos, que adoran hacer picnics en sus orillas, nadar, navegar o caminar en los bosques de los alrededores. “En Rusia decimos que nadie vuelve igual de un paso por el Baikal”, dice nuestra guía, Mila. El serpenteo de las vías por la costa sur del lago, entre túneles y puentes, es uno de los tramos más deliciosos del viaje, que se corona cuando, con el sol cayendo sobre el horizonte, el tren se detiene a orillas de una bahía. Mientras los cocineros encienden el fuego al aire libre y ponen carne, pescado –el omul es el típico del lago– y vegetales a la parrilla, los pasajeros disfrutan de un chapuzón en el lago más profundo del mundo. Todo termina con vodka, música y baile al caer la noche.

Asado a la rusa a orillas del lago.

Km 5.642. Ulán-Udé

Si nunca oyó hablar de la República de Buriatia, esta es su oportunidad. Bueno, no de oír el nombre sino de conocer su capital, Ulán Udé. Triple sorpresa: primero porque nuestro guía, Suleimán, es cubano –aunque con 30 años aquí ia soy un buriato más, comenta–; segundo, por esa tremenda estatua-homenaje a Lenin: el curioso récord de ser la cabeza del líder más grande del mundo, con 7 metros de altura. Y tercero, por la hermosa ciudad, en plena actividad y con una nueva peatonal llena de negocios y decorada con estatuas de comerciantes: por aquí pasaba la célebre Ruta de la Seda.

El paisaje urbano de Ulán Udé.

Buriatia tiene aproximadamente un millón de habitantes, y el 60% de ellos vive en la capital, de la que enseguida partimos para visitar, en las afueras y entre montañas, el pueblo de los Viejos Creyentes, creado por aquellos religiosos que no aceptaron las reformas de la iglesia ortodoxa de 1654 y fueron perseguidos. A muchos los enviaron hasta aquí desde Moscú ... ¡a pie! Miles murieron en el camino, pero los que llegaron conservaron sus tradiciones: hablan ruso antiguo, se visten de manera tradicional y mantienen su vieja liturgia ortodoxa, en una zona que solía ser chamanista y ahora es mayoritariamente budista. Y reciben a turistas, como a nosotros hoy, con un almuerzo casero y una demostración de su música y costumbres.

La cabeza de Lenin tiene, en esta estatua, siete metros de altura.

Km 6.304. Ulán Bator

En el km 5.655 el recorrido se divide: hacia el este continúa la ruta principal, que lleva a Vladivostok pasando por Chitá y Jabarovsk; y también la del Transmanchuriano, que en Chitá se desvía para cruzar a China y seguir hasta Beijing. Nosotros, en cambio, tomamos la “tercera vía”: hacia el sur, camino a la frontera ruso-mongola, que cruzamos a medianoche.

En la película “La historia del camello que llora”, dos niños de una familia nómada viajan a través del desierto de Gobi en busca de un músico, para que toque su morin khuur (violín típico de Mongolia) y calme a la mamá camello para que ya no rechace a su cría. Ahora no estamos en el Gobi sino en el Parque Nacional Terelj, y no hay camellos pero sí yaks, los célebres caballos mongoles, y un violinista que acaricia su morin khuur para hipnotizarnos con un canto gutural (Ver “Canto. gutural ...”).

Escenas de Mongolia.

Un día de campo en Terelj –bellísimo parque nacional que invita a alojarse en esas tradicionales viviendas redondas de fieltro llamadas yurtas, adaptadas para turistas– nos acerca a la esencia de Mongolia, interminables praderas y grandes montañas, donde miles de personas aún son nómades y viven arreando sus rebaños de yaks, cabras, ovejas, vacas. Incluso muchos que se mudan a la capital, Ulán Bator, no se adaptan a las viviendas de ladrillo y arman su yurta –o ger, como se dice en mongol–, en los patios de las casas.

Hasta el héroe nacional, Gengis Khan, parece reposar en un ger, sentado en la galería del enorme edificio del Parlamento de la plaza central de Ulán Bator, una ciudad moderna, con grandes tiendas, calles comerciales de mucho movimiento, edificios en construcción por todas partes y un tránsito bastante endemoniado.

En Ulan Bator, la plaza central y el edificio del Parlamento.

Aquí hay que elegir. Se puede seguir el viaje en tren para cruzar el desierto de Gobi y entrar en China, o pegar un salto en avión para aterrizar en Beijing en dos horas y aprovechar más el tiempo allí. Así que vamos todos al aeropuerto de Ulán Bator, excepto Rita y José Carlos, dos brasileños que tomarán otro tren –China no permite el ingreso del tren ruso– y viajarán casi 30 horas hasta la capital china.

En el Parque Nacional Terelj se puede dormir en tradicionales yurtas -gek, en mongol- adaptadas para el turismo.

Última parada. Beijing

Llegamos de noche a la capital china, y lo primero que comprobamos es que en agosto hace un calor de perros. No importa. Apenas tocamos el impecable hotel Renaissance, salimos: a una cuadra entramos a un hutong, esos angostos callejones del casco antiguo, algunos de los cuales se empezaron a construir en el siglo XIII y varios se demolieron para los Juegos Olímpicos de 2008. Luego se dieron cuenta de que son una atracción turística y decidieron conservarlos y restaurarlos.

El Templo del Cielo, en Beijing.

Lo cierto es que, con un calor pegajoso y entre autos desvencijados, tachos de basura y viejas bicis medio oxidadas, tratamos de hacernos entender para comer algo: imposible. Ni yes, ni no, ni nada: bienvenidos a China.

Nuestro guía se llama Marcos, habla muy bien español y le gusta hacer chistes, así que así vamos, enfrascados en un tránsito caótico que hace que cualquier trayecto en la ciudad demande dos o tres veces más de lo que diría la lógica. Si Beijing era una ciudad de bicicletas, el boom económico la hizo involucionar, y ahora todos andan en auto.

La Ciudad Prohibida de Beijing.

Además de hacer calor, en Beijing en agosto hay mucha, pero mucha gente (en vacaciones de verano, millones de chinos de todo el país viajan a la capital). Y así de lleno está el maravilloso Templo del Cielo, que se erige aquí desde 1420 y donde cada primavera se ora por las cosechas y cada otoño se agradece por los frutos. Y ni hablar de la Ciudad Prohibida, ese fantástico conjunto de palacios que fue sede imperial desde el siglo XV y hoy es un gran complejo de museos en el que miles de personas caminan y caminan: es poco más de 1,5 km si se entra por un lado y se sale por el otro.

¿Cuánto diría que puede demorar para hacer 80 km por una moderna autopista de varios carriles? arriesgue ... ¡perdió! Hoy, de Beijing a la Puerta de Badaling, uno de los accesos más comunes a la Gran Muralla, tardamos ¡4 horas y media! Debe ser un récord. También aquí hay mucha gente, pero ya no importa: el lugar es demasiado impactante. Y Marcos nos ilustra: “a la derecha el recorrido es más fácil pero hay más gente; a la izquierda, es más empinado pero con menos gente”. ¡A la izquierda entonces!

La increíble Muralla China.

Es cierto: cuando llegamos a la última torre –la muralla sigue, pero hay un guardia y más allá no nos deja ir– nos damos vuelta y descubrimos que estamos solos, excepto por un hombre vestido de anaranjado que vacía los cestos de residuos con verdadera paciencia oriental.

 

Entonces, mientras busco en vano las palabras para describir la sensación de caminar sobre esta mole que comenzó a construirse hace más de 2.000 años, y que serpentea como una víbora sobre las cimas de las colinas, pienso que probablemente no haya mejor lugar para terminar este gran viaje. Y en eso alguien, mirando cómo la muralla sigue y sigue hasta donde alcanza la vista, lanza una pregunta que queda flotando: ¿no se parece a un larguísimo tren?

La Gran Muralla serpentea por las colinas.

COMO ES

El “Gran Transiberiano Express” es un tren turístico de alta gama con camarotes en tres categorías –Standard, Silver y Gold–, dos vagones comedor, cocina a bordo, todas las comidas incluidas, guías según el idioma de cada grupo y excursiones en distintas ciudades, con guías locales incluidos. Son entre 5 y 7 vagones adaptados para el turismo, que van “enganchados” al tren común, de pasajeros. Se “desenganchan” al llegar a la ciudad que se visite y más tarde, o al otro día, vuelven a engancharse a otro tren para seguir viaje. Quizás se entienda mejor con el ejemplo de un viaje “modo crucero”: con camarotes, comidas en conjunto y paradas con excursiones en distintas ciudades. Es, claro, más caro que el tren común, pero incluye todas las comidas, alojamientos y guías, algo no menor en Rusia, donde si no se habla el idioma hasta el trámite más simple puede resultar complejo. Así, este “all inclusive” sobre rieles hace todo mucho más fácil y permite concentrarse en lo importante: disfrutar del viaje.

 

MINIGUÍA

Cómo llegar

Por Emirates, ida a Moscú y vuelta desde Beijing, con escalas en Dubai, desde $ 18.721, impuestos incluidos (emirates.com).

Cuánto cuesta

Tarifas del Gran Transiberiano Express 2017, en euros: en Standard Economy, 4.870 con cuatro pasajeros por cabina y 5.870 con tres pasajeros. En Standard Plus, 6.990; en Deluxe Silver, 10.990 y en Deluxe Gold, 13.170.

Imagen de Buda ante el templo Gadan, en Ulan Bator.

Salidas 2017

De Moscú a Beijing: 3 de junio, 1 de julio, 5 de agosto y 2 de septiembre. Desde Beijing hasta Moscú: 8 de junio, 6 de julio, 10 de agosto y 7 de septiembre.

Visas

Los argentinos no necesitan visa para ingresar a Rusia pero sí para China (se saca en la embajada china en Buenos Aires, cuesta $ 520) y para Mongolia (se tramita desde el tren y cuesta 110 euros o US$ 120).

Huso horario

A lo largo del viaje se atraviesan seis husos horarios. Desde las +6 hs de Moscú (respecto de Buenos Aires) hasta las +12 de Irkutsk.

Clima y vestimenta

El viaje se hace en primavera y verano, con temperaturas promedio de 28° de día y unos 15° por la noche. Se recomienda ropa liviana y cómoda para las caminatas, un abrigo ligero para las noches y paraguas o impermeable.

Equipaje

Se recomienda llevar una valija de tamaño medio y blanda (no rígida), porque se ajusta mejor bajo la cama o en el armario del camarote.

Transiberiano.

Duchas Las cabinas Silver y Gold con baño privado incluyen ducha; en las standard hay dos baños por vagón, sin ducha. Las duchas son en los hoteles, pero en ningún caso pasa más de un día y medio sin una ducha disponible.

Propinas

Como en los cruceros, existen propinas sugeridas. Para todo el viaje calcule un total de aproximadamente 200 euros, 80 para choferes y guías de las ciudades y 120 para el personal del tren.